Antes de convertirse en uno de los mejores escritores de lengua francesa del siglo XX y de obtener el máximo galardón de las letras, Albert Camus fue, en la década del 30, arquero en Argelia hasta que una enfermedad lo obligó a alejarse de las canchas.
“Después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”, afirmó Albert Camus, escritor, filósofo y dramaturgo francés nacido en Mondovi, Argelia, en 1913, al poco tiempo de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1957.
Sin duda, Camus fue el primer intelectual que entre los años 40 y 50 exaltaba el fútbol como juego colectivo llevado a la vida cotidiana. Aunque ya había publicado dos de sus novelas más emblemáticas, El extranjero (en 1942) y La peste (1947), seguía sosteniendo que si le hubieran dado la posibilidad de elegir, hubiera priorizado ser futbolista.
Fue de pequeño en las calles del barrio obrero de Belcourt donde aprendió a pegarle a la pelota. Le gustaba atajar, así como también ser centrodelantero. Sus compañeros del Montpensier, un equipo que integró de chico, destacaron que era hábil en los pases cortos y le gustaba gambetear a los rivales.
“Hice mi debut con el club deportivo Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo de Belcourt-Mustapha era el Gallia. Pero tenía un amigo, un tipo velludo, que nadaba en el puerto conmigo y jugaba waterpolo para Montpensier. Así es como a veces la vida de una persona queda determinada. Montpensier jugaba a menudo en los jardines de Manoeuvre, aparentemente por ninguna razón especial. El césped tenía en su haber más porrazos que la canilla de un centroforward visitante del estadio de Alenda, Orán”, recordó.

Tiempo después, a los 16 años, el joven Camus se consolidó como arquero en el equipo juvenil del Racing Universitario de Argel, una asociación multideportiva conocida por sus siglas RUA. De aquella época bajo el arco rescatará una lección de vida: “Aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha”.
Didier Rey, autor de algunos estudios sobre el rol del fútbol en la Argelia de esa época, sostuvo que en sus comienzos el RUA era “símbolo de la dominación colonial y el reflejo de un sistema educativo que excluye al nativo”. Rey aclaró que RUA se había convertido en uno de los mejores equipos de Argelia, y aún más, del norte del África francesa.
Con Racing tuvo tiempo de disfrutar no sólo la alegría de la victoria “cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo”, sino también “por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota”.
Prefería ir al arco que jugar como delantero porque en ese puesto no gastaba tanto los zapatos, ya que provenía de una familia donde el dinero no sobraba. Su padre murió en la Primera Guerra Mundial y su madre limpiaba casas. En tanto, su abuela le revisaba la suela de los zapatos y le pegaba una paliza si las encontraba gastadas, según escribió el uruguayo Eduardo Galeano.
A los 17 años, Camus no pudo detener el contraataque de ese rival -la tuberculosis- que lo alejara definitivamente de las canchas. Entonces se dedicó a la literatura a tiempo completo. Sin embargo, canalizó su pasión futbolera haciéndose simpatizante de Racing de París, uno de los equipos más importantes de Francia, en el que a mediados de los años 80 jugó Enzo Francescoli.
En un artículo publicado en una revista de viejos alumnos, Camus viajó a esos días en que custodió el arco de RUA, el juego en equipo, el esfuerzo, la felicidad por las victorias y las tristezas por las derrotas.
Sin duda el fútbol fue para Camus un espacio donde conocer la vida, donde hacer foco en la moral, en respetar al otro, en reconocer el valor del deporte como actividad de equipo.
Camus no sólo fue reconocido como uno de los grandes novelistas del siglo XX, sino también en un intelectual de izquierda que contribuyó a que el fútbol dejara de ser atacado con aquella sentencia de ser el opio de los pueblos.

Pasión infinita
En Racing Universitario de Argel, Albert Camus estaba encantado de jugar. “Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de práctica, y del jueves al domingo, día del partido. Pero no sabía que se acababa de establecer un vínculo de años, que abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca tendría fin”, escribió el argelino sobre sus años como futbolista.
Pero lo que más temía el joven Albert era enfrentarse al Olympic Hussein Dey, al que consideraba el mejor equipo juvenil de esa época.
Además, el temor residía en que el estadio del Olympic quedaba detrás de un cementerio: “Ellos nos hicieron notar, sin piedad, que podíamos tener acceso directo”.
Nabokov, otra águila solitaria
Otro de los escritores que eligió el arco fue Vladimir Nabokov (1899-1972), el ruso que entre sus numerosas obras literarias se destacó por la novela Lolita, aparecida en 1955. En su autobiografía, Nabokov explica que le apasionaba jugar en el arco porque lo consideraba un “arte intrépido”.
El arquero, explicaba Nabokov, está a la misma altura que el torero y el as de la aviación “en lo que se refiere a la emocionada adulación que suscita. Su jersey, su gorra, sus rodilleras, los guantes que asoman por el bolsillo trasero de sus pantalones cortos lo colocan en un lugar aparte del resto. Es el águila solitaria, el hombre misterioso, el último defensor”.